Aparecido

El hombre me estaba buscando. No de manera directa, tenía sus formas difíciles y esta fue una más. Me pareció verlo esa tarde mientras dialogaba con mi padre en la esquina boscosa que hacía años no visitaba. El hombre sonreía raramente detrás de una capucha que no dejaba ver del todo su semblante. Era una sonrisa extraña no expresaba felicidad ni tampoco tristeza, algo tan neutro se instaba en su cara que creí que no era el hombre, sino otra persona.

Unos días después me pareció verlo entre una multitud alegre en una de esas calles tristemente festivas del poblado, pero desistí de que eso fuera posible. Luego recordé que vivíamos mucho más próximos y eso me generó alguna duda.

Cuando la historia comenzaba a perderse en los confines de una anécdota olvidada, el hombre volvió a aparecer. Esta vez lo encontré de pie en medio de una escalera no tan extensa como empinada. La mano izquierda sobre la baranda y él en medio, entre el vano de una puerta inexistente y la tierra firme donde estaba su mujer revestida como siempre de una paz entremezclada con regocijo de vivir bajo cualquier circunstancia.

El hombre se presentó con gesto adusto, como nunca antes lo había visto. Sin decir una sola palabra me invitó a seguirlo mientras su mujer -allí abajo- me alentaba a obedecer con palabras cálidas y esa sonrisa inolvidable, transparente como sus ojos, características que la acompañaban desde el principio de los tiempos.

Subir las escaleras fue tan simple como insignificante, en la cima comprendí que estaba ingresando en un lugar único, mítico y hasta ese momento ilusorio. El hombre siguió mudo, sin hacer una mueca en su rosto duro. A pesar de esa inexpresividad comprendí claramente que mi amigo, el hombre que había muerto un tiempo atrás, me invitaba a sentarme.

Sin ver percibí un asiento cómodo, me pareció que se trataba de un sillón de terciopelo rojo y tachas doradas que se adaptaban perfectamente a mi cuerpo. Podría haber dicho que jamás había estado más a gusto y eso me dotaba de un halo de bienestar y duda al mismo tiempo.

El hombre muerto, se movió a mis espaldas y sin mediar palabra me confirmó que estaba en ese lugar que todos desconocían y que era el territorio en el que él había creado todo lo que cimentó su vida. De pronto mis ojos incrédulos observaban como surgían en distintos puntos de la habitación luces tenues que iluminaban cálidamente elementos mediante los cuales el hombre había hecho su magia. El muerto sin gesto alguno me invitó a escoger el objeto que más deseara para mí y para siempre.

Obnubilado por lo que estaba sucediendo, pude volver a enfocarme. Toda mi atención se centró en el chorro de luz que emitía una pantalla enmarcada en una madera fina, labrada artesanalmente por las propias artes del muerto. Imágenes pálidas, casi indescifrables, me atraían como a una mosca el neón. Permanecí absorto largo rato hasta percibir que el muerto ya no estaba en el lugar. Solo, entre aterrado y desconcertado giré con algo de temor mi cabeza a la derecha del haz de luz y sólo encontré una oscuridad densa que me invitaba a pensar, a romper el hechizo.

En el momento justo que percibía esa sensación, casi a la par de mis rodillas cómodamente distendidas en el sillón invisible, se iluminó una vieja Spica revestida en cueros gastados, esa de la que tanto me había hablado el muerto cuando no era tal. Todo lo demás se esfumó.

La encendí sin dudar, sin que se moviera el iluminado dial resonó impactante por el pequeño parlante una voz de mujer que sollozaba de dolor y arrepentimiento. La narración era desgarradora e irremediable, daba cuenta de un hecho mundano ya acontecido en ese lugar donde volver el tiempo atrás es meramente imposible para una civilización que durante tantísimos años marchó hacia adelante tal vez por la impotencia de no saber hacer lo contrario. En algún punto, el muerto intentó abrir ese nuevo camino, pero no lo consiguió.

La radio siguió sonando en un cuento que no hubiera querido escuchar jamás. A mayor dramatismo más tenue se hacía el sonido, más tenue también la luz mortecina que alumbraba el objeto preciado con el cual hubiera querido quedarme para siempre. De pronto todo fue oscuro y silencioso durante dos segundos. Al fondo de la habitación y siempre frente al sillón, vi iluminarse un telón rojo con arabescos dorados en la parte superior intentando disimular las argollas de las que colgaba en ganchos de oro amurados al techo negro.

La voz de la radio ahora sonaba cerca y clara para seguír develando secretos indeseables.  Sin miedo pero con la resignación de lo irreversible salté del sillón que nunca pude ver y corrí intrépido hacia el cortinado. Me detuve mientras los sollozos seguían intentando justificar la acción de la que no había retorno. Extendí la mano derecha hacia la izquierda para tomar el vértice más lejano y alto de telón corriéndolo de una sola vez pero sin violencia ni desesperación, allí estaba mi peor presagio. El ser exacto que nunca hubiera querido ver: el pelo perfecto, la desnudez pura, la curvatura de la nariz soñada y la peor situación posible. El sollozo se cortó inmediatamente y la mujer entregó la sonrisa más bella que podía tener esa boca de ensueño y desde donde surgió con alegría la única pregunta posible: ¿Quién crees que dio el primer paso?

La duda fue la daga que terminó de confirmar lo inevitable, mi propia muerte.

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